Texto por: Óscar Esteban Ramírez // Revista impresa
Fotos: Andrés Felipe Solano
En su libro Los días de la fiebre, Andrés Felipe Solano narra su experiencia durante los primeros tres meses de la pandemia en Corea del Sur. Este fue uno de los países que más temprano tuvo que enfrentar el virus, y que logró controlarlo también.
Muchas veces lo más bello es lo más obvio. Muchas veces, también, lo más bello se obvia por ser obvio. Por ejemplo, que un perro ladre a las dos de la mañana. O que mientras el perro ladra sean las cuatro de la tarde del día siguiente al otro lado del mundo, en Corea del Sur. Que ellos allá vivan nuestro futuro, y que nosotros seamos su pasado. Que allá eso —el virus, que ahora es nuestro virus— apareciera primero, mientras acá dormíamos, es bello y tenebroso. La espinosa belleza del mundo.
Pero leer Los días de la fiebre (2020) no es ver el futuro, pues Andrés Felipe Solano (Bogotá, 1977) escribe un diario en el que todos los días son hoy. El escritor bogotano, ganador del Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana en 2016 por su libro de no ficción Corea: apuntes desde la cuerda floja (2015, Planeta), vuelve a narrar la sociedad coreana durante esos primeros meses en los que el coronavirus fue un huésped recién instalado.
Directo Bogotá [DB]: Empecemos hablando del formato de diario que tiene el libro. Usted ya lo había utilizado en Corea: apuntes desde la cuerda floja. ¿Por qué tomó la decisión de volver a usarlo en Los días de la fiebre?
Andrés Felipe Solano [A. F. S.]: Pasó algo similar porque este también fue un encargo. Cuando el editor de Temas de Hoy [colección de Planeta], Marcel Ventura, se dio cuenta de que los contagios se habían disparado en Corea, me dijo: “Mira, ¿no quisieras escribir algo sobre lo que está pasando allá?”. Yo fui reticente porque estaba en otro proyecto, pero también estaba pendiente de las noticias. Incluso empecé a tomar notas porque se me ocurrió que podía, más adelante —en dos meses, en un año, dos años—, escribir un cuento con un personaje al que he recurrido un par de veces.
Hasta que muy cerca de donde vivo, en un restaurante al que voy un par de veces a la semana, se descubrió un contagio. Entonces dije: “Bueno, es como si el virus estuviera tocando a la puerta. Vamos a ver qué tiene para decir”. Ahí le dije a Marcel Ventura que me le medía al libro: “Creo que la manera de hacerlo, que yo pueda cumplir y no me atasque, es quizás retomar el estilo que tiene el diario Apuntes desde la cuerda floja”, le comenté. Él estuvo de acuerdo, y yo rápidamente encontré que ese tono me fluía.
Es muy curioso porque yo nunca he llevado un diario. Han sido dos encargos que me han encaminado hacia esta forma. Me interesa explorarlo, e incluso en cosas de ficción lo he hecho un poco; pero un diario como tal, un registro minucioso de mi vida, me parece muy agotador y jamás lo he hecho. Alguna vez traté de empezar y no pasé de la primera o segunda entrada.
DB: En el libro se ve un equilibrio constante entre el mundo exterior e interior que se narran. ¿Esto fue intencional?
A. F. S.: Es totalmente intencional. Por eso es tan complicado usar la palabra diario, por lo que se puede imaginar el lector, como que son anotaciones fechadas. Ninguno de los dos diarios tiene las fechas de los días. Aquí me interesaba buscar el equilibrio entre las anotaciones del exterior y lo que estaba pasando en mi cabeza, cómo iba entrando en lecturas de esos días o del pasado que tenían que ver con lo que estaba sintiendo. Pero sí, el equilibrio lo busqué totalmente. Y en esa medida el libro tiene una estructura.
DB: En el libro aparece solo una imagen de Colombia: “¿Y ahora quién alimenta a las palomas en las plazas desiertas? Quizás alguien se anime a burlar el encierro solo para darles arroz, como el hombre que les dio de comer en plena Plaza de Bolívar, en Bogotá, en noviembre de 1985”. ¿Hubo otros momentos durante la escritura del libro en los que Colombia estuviera presente?
A. F. S.: Es que yo ya no me siento el colombiano de 2013; me siento un ciudadano más de Seúl. A pesar de que no hable coreano con fluidez, mis recorridos ya son los que cualquier otra persona podría tener. Ciertas cosas aún me sorprenden, pero son pocas. Y claro, lo que decía: fue un estado tan raro en el que escribí este libro que no tuve tiempo para pensar si debía o no colar mi identidad colombiana o latinoamericana. Porque de alguna manera lo que han traído estos años es una identificación más con Latinoamérica que con Colombia. Esa identidad de colombiano se está borrando un poco, cosa que me da vértigo, pero también me da curiosidad.
Entonces sí, yo creo que el único momento en el que quise hacerlo consciente fue con esa imagen de las palomas. En ese momento sentí que era la imagen perfecta para lo que estaba pasando en muchos países. Y, bueno, la preocupación por Colombia estaba en la medida en que iban avanzando los días, pero yo tenía que centrarme en esto. Entonces tomé la decisión de no mencionar en el libro conversaciones con mi familia y con mis amigos sobre lo que estaba pasando allá. Creí que se podía desencuadernar un poco el tono que había conseguido.
DB: El libro termina cuando parece que el contagio en Corea está contenido. Sin embargo, para ese momento, las noticias acá seguían siendo preocupantes. ¿Cómo sobrelleva esa ambivalencia entre lo que pasa en Colombia y lo que vive allá?
A. F. S.: Pues, la verdad, no sé [risas]. Fueron días raros, porque, claro, esas semanas no pude disfrutarlas realmente. Todo se calmó un poco acá, pero Colombia no paraba y no paraba, hasta que cumplió no sé cuántos meses de cuarentena. Y claro, mi familia y mis amigos están allá. Pienso mucho en las consecuencias para la salud mental de mucha gente, en ciudades y pueblos por igual. Creo que los encargados de tomar esas decisiones no han pensado en esas consecuencias a largo plazo. Eso me angustia un poco. Otras semanas he tomado la decisión radical de no querer saber nada de lo que pasa en Colombia. Pero, claro, a la semana ya estoy pensando: “Necesito saber”. No sé, es muy difícil. A pesar de que todo esté aquí más o menos calmado, siempre mi cabeza está allá, obviamente.
DB: ¿Cómo ha influido en su escritura la vida en Corea?
A. F. S.: Lo poco que he identificado es en el lenguaje. Y en este libro se nota. No sé si por la premura de la que ya hemos hablado, pero el lenguaje es muy sencillo. Porque yo no hablo con fluidez coreano, pero tampoco estoy todo el tiempo hablando español. El lenguaje de este libro es sencillo y muy contenido, de frases cortas y puntos. Lo que he sentido ahora, porque acabé el libro en abril y retomé otro proyecto que tenía, es que quizás como reacción a ese lenguaje tan contenido he necesitado una descarga con un lenguaje más profuso. No sé a dónde me voy a llevar, no sé si sea una reacción o si el propio libro me está pidiendo que sea escrito así.
Mi vida aquí es mucho más tranquila por la situación de Corea, y porque en cierta medida las noticias no me afectan directamente. Me hace vivir un poco más reposado. No sé si eso se está trasladando al lenguaje. Y bueno, también me estoy volviendo viejo [risas], eso también querrá decir algo.
DB: A pesar de la diferencia entre países, muchas de las experiencias que ha traído el virus se parecen entre sí. Acá, por ejemplo, la mujer que fue el primer caso confirmado del virus también asistió a una iglesia cristiana…
A. F. S.: Es chistoso, porque cuando se empezaron a dar los casos importados, eran poquitos, pero uno de esos era un pastor coreano que se contagió en Colombia y regresó. La noticia salió en los periódicos porque eran apenas los primeros casos importados.
DB: También está la certeza, que todos en algún momento han sentido, de estar contagiados…
A. F. S.: Creo que precisamente por eso ha venido a movernos el piso esta cosa tan extraña. Porque, más allá de las noticias de cada país y de las estadísticas de la OMS y de los errores de cada gobernante, la manera como experimentamos la posibilidad del contagio es igual para todos. Eso solo nos demuestra que los humanos somos uno, y que los miedos son los mismos.
A pesar de que Corea es una sociedad avanzada tecnológicamente y de que en otros países eso no es tan patente, el miedo es el mismo. Por ejemplo, en una ciudad pequeña donde iban a poner en cuarentena a los coreanos que venían de China, lo primero que pensaban hacer era poner barricadas para no dejar pasar a la gente. Entonces, lo repito: no tuve tiempo para pensarlo, pero, en esa medida, el libro puede funcionar. Porque sí, yo estoy anclado en mi experiencia personal, pero compartiendo lo que puede pensar cualquier persona en cualquier parte del mundo. Compartiendo el miedo, la ansiedad, la paranoia. En esa medida sí somos todos iguales.
DB: En todo el mundo, Corea ganó el epíteto del “país que logró controlar al virus”. ¿Allá son conscientes de eso?
A. F. S.: Claro que sí. El gobierno y los periódicos se dieron cuenta de eso con lo que empezó a pasar en Italia, Irán, España y, después, Inglaterra. Las cosas se estaban haciendo muy diferentes aquí, y notaron que eso se podía utilizar para seguir posicionando a Corea dentro de un orden mundial. Porque este es un país con dinero, que está dentro de las diez economías más grandes del mundo, y le interesa decir: “Ya logramos esta sociedad rica, ahora necesitamos que la gente identifique que somos ricos”. Por eso el Gobierno está siempre muy pendiente de armar una narrativa que pueda mostrarle al mundo lo avanzado que es el país. Y el virus fue la oportunidad perfecta.
Me parece que ahora la paranoia por no poder mostrar esa narrativa triunfadora está obligando a que cada vez que haya un brote se cierre todo el país. Porque en la segunda y tercera olas pasamos de 10 o 20 contagios a 100, 200… ¡Un día llegó a 400! Pero si se compara con otros países, eso es absolutamente nada. Están obsesionados con que de verdad esto no puede salirse de sus manos. Y eso exacerba la paranoia, y es un problema porque la gente ya no tiene más paciencia.
DB: La ciudadanía coreana es muy activa a la hora de hacerle saber al Gobierno sus inconformidades. ¿En algún momento hubo voces en contra de las medidas adoptadas?
A. F. S.: Cuando bajó un poco la intensidad de los contagios, las iglesias cristianas se manifestaron el 15 de agosto. Estas son parecidas a las que menciono en el libro, y tienen una agenda política muy clara de oposición al Gobierno. No fueron unas protestas tan grandes, pero la gente sí se reunió. Y ahí empezaron los contagios otra vez. Es muy curioso porque Corea, en términos generales —aunque es muy difícil generalizar—, es un país en el que las personas tienen poca paciencia y pueden estallar muy rápido. Pero, a la vez, son capaces de identificar objetivos comunes y dónde debe primar el sentido común. Y eso es lo que ha pasado. Es paradójico que en medio de esta sociedad las iglesias se hayan vuelto las únicas que arman desobediencia civil. Incluso grupos de extrema derecha han reconocido la pertinencia de las medidas. A las iglesias cristianas les importa un carajo.
DB: Uno de los elementos fundamentales de la estrategia que utilizó Corea fue el uso de datos personales para rastrear los casos. Cuando los dirigentes colombianos insinuaron ese tipo de estrategias, hubo tutelas y muchos reclamos. ¿Por qué allá nadie lo cuestionó en ningún momento?
A. F. S.: Yo creo que viene de una explicación clara que dio el Gobierno de la necesidad de acceder a esos datos. Y, claro, como los resultados se fueron viendo con rapidez, la gente sentía que se estaba haciendo las cosas bien. Igual, por ley se debían ceder esos datos. Pero aparecen todas esas fantasías desde Occidente pintando Oriente como una masa compacta que obedece a sus líderes sin rechistar y que, además, está vigilada todo el tiempo. Eso ni siquiera pasa tan así en China, que es el caso que se imagina la gente; en Corea, muchísimo menos, y en Japón, tampoco.
Esa cosa de la privacidad es interesante, porque creo que Colombia es uno de los países donde el uso de las redes sociales es más alto en el mundo. Y eso solo habla de lo chismosos que podemos ser [risas]. Claro, todo el tiempo estamos dando datos de lo que hacemos, de lo que somos y de lo que pensamos. Yo creo que a la gente tampoco le explicaron bien, porque una aplicación no sirve para descubrir si usted tiene fotos desnudo en el teléfono. No es el interés, además. Es como si un bombero llegara a apagar un incendio y se quedara viendo si la señora que está bañándose está desnuda y no entra a apagar el incendio.
También otra cosa que he pensado es que la privacidad es una pregunta del siglo XX. Alguien de 20, 18 o 15 años, en Corea, en Colombia o donde sea, no se pregunta eso. Tiene una vida en la red y sabe que está expuesto y le gusta ese tipo de vida. Quizás lo que no entendemos muy bien es que pueden tenerse dos vidas. Mucha gente puede decir: “Mi vida en la red es una cosa, ahí puedo andar desnudo y decir cuanta majadería quiera; mi vida offline es otra y soy de otra manera”. Quizás esas generaciones están teniendo esas dos vidas y no podemos entenderlas.
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