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La familia hambrienta que fue silenciada por el cacerolazo uribista

Por: José David Escobar Franco // Redacción Directo Bogotá

Ilustración: Gabriela Forero

El hambre y la indiferencia han sido dos de los más cruentos fenómenos que la pandemia haya puesto en evidencia. Incluso en los barrios más opulentos se pasan necesidades, y este caso de una familia vulnerable en las calles de Medellín lo demuestra.

ILUSTRACIÓN: Archivo particular.

Eran las 7:57 p. m. El llanto de una niña de unos siete años perturbó el apacible silencio nocturno de la calle 5 del elegante barrio El Poblado, en Medellín. La niña estaba cansada no solo de las horas que llevaba con su familia pidiendo comida a gritos, sino de los días raros que había estado viviendo desde el inicio de la cuarentena. Caminaba loma arriba tomada de la mano de su padre, un joven moreno con un morral deshilachado en la espalda, mientras su madre, también joven y visiblemente exhausta, empujaba por la calle empinada un cochecito rosado con una bebé.


La familia se detuvo entre dos unidades residenciales para que el padre clamara por la compasión de los adinerados habitantes del sector. Al principio se inmutaron pocos; sin embargo, luego de dos minutos, a las ocho en punto, todos los vecinos se asomaron de repente. Primero, aplaudieron; luego, golpearon sus cacerolas, y después, unos cuantos vociferaron, con el esfuerzo de quien se desgarra por dentro, el nombre de Álvaro Uribe Vélez. Ese mismo día la Corte Suprema de Justicia había ordenado la detención domiciliaria del expresidente.


La familia, hambrienta, se agrupó en un gesto de protección, como el de quienes, sin refugio, esperan la detonación de una bomba. El padre sujetó de los hombros a su mujer, que se había aferrado con más fuerza al cochecito. Ambos miraban con desconcierto cómo un cacerolazo proveniente de lo alto de los edificios silenciaba sus gritos.


Aun después de diez minutos, el cacerolazo seguía. Una anciana sacó una bandera de Colombia y, mientras la ondeaba, gritaba: “¡Que viva Uribe!”. Otros vecinos siguieron su ejemplo y sacaron sus propias banderas tricolores y blancas. Entre tanto, el padre, ya impaciente y aturdido, gritó a los vecinos para que les ayudaran a sus hijas con algo de comer. Pero no hubo respuesta. Entonces se sentaron en el andén.


El Poblado es de los pocos barrios en que, desde el inicio del confinamiento, los habitantes no han cesado de aplaudir a los médicos públicamente. Cada día lo hacen, sin falta, a las ocho de la noche. Aun así, el tamaño de este cacerolazo fue inédito. La manifestación siguió diez minutos más, y luego se desvaneció la mitad de la gente. El padre de familia gritó de nuevo, y esta vez los porteros les dieron alimentos que algunos vecinos estaban enviando: panela, una bolsa de arroz, una bolsa de leche y dos sobres de sopa en polvo.


Para cuando se apagó del todo la protesta, la familia ya se había esfumado. No obstante, el silencio tardó en regresar otros diez minutos, cuando se empezaron a oír dos helicópteros de la policía de Medellín, que, muy de cerca, vigilaban el barrio El Poblado.

 

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