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Bocanadas de victoria

Por: Manuela Alzate Riaño // Crónica y Reportaje

No somos conscientes de la importancia de respirar hasta que no podemos hacerlo. Para muchos el parar la respiración implica morir. Para Sofía Gómez Uribe significa comenzar a vivir.

FOTO: Sofía Gómez Uribe en Pieza para televisión como presentación de ganador a la Medalla al Mérito otorgada anualmente por el Concejo de Medellín. Tomada de Wikicommons, propiedad de MP4 PRO.

La superficie

Superficie. Ver el agua, sentir el agua, descubrir que dentro del mar es posible observar una amplia gama de tonos azules. Comenzar, de pronto, con un azul bondi y recorrer esa paleta hasta el prusia. La orilla es el fin, el comienzo del mar. Con un viento lleno de sal marina se espera la llegada de la ola, fría y rápida, y así llega por primera vez, cuando aún tienes los pies secos. Al irse no solo se lleva el agua, se lleva consigo un pedazo de arena que se encuentra bajo la planta del pie como si nos fuera a devorar y transportar hasta lo más profundo de la tierra, luego se va con la misma fuerza con la que llegó.


Así nos volvemos parte del mar, húmedos, con arena pegada en el pie y una diminuta escarchada dorada en el empeine. Así llegó Sofía Gómez Uribe al agua, solo que a diferencia de los demás a ella la ola no la dejó en orilla sino que la succionó hasta el fondo del océano. Para algunos el agua significa vida, para ella se resume en paz, tranquilidad y libertad.

“Cuando mi hermana y yo éramos chiquitas nos gustaba inflar un pequeña piscina rosada y jugar a quién aguantaba más las respiración bajo el agua”, recordó Sofía como si revelara parte de los secretos de su oficio y pasión. Ella no solo ganó la competencia ese día, sino que encontró una conexión con el agua. Comenzó practicando nado sincronizado. No le duró mucho. En 2002 su hermana la introdujo a la natación con aletas, ese deporte de piscina en el que el nadador se desplaza en el agua con un par de bialetas caladas a los pies, que le dan cierto aire de pez.

Un año después quedó campeona nacional de su categoría ganando todas las pruebas en las que había competido, recordó su madre Mónica Uribe, “Desde entonces ha querido ser la mejor nadadora con aletas”.

Una inhalación fuerte y profunda. Solo una. Con la suficiente potencia para llenar por completo los pulmones de aire. Mirar fijamente al juez. Oír el inconfundible sonido del pito, detectar hasta el click del cronómetro y el tiempo corriendo a toda marcha. Sofía se introduce en el agua con un medio giro del cuerpo tipo delfín y se empuja hacia el fondo del océano con una patada. Hoy, treinta de septiembre de 2018, ha comenzado la prueba para superar el récord mundial de apnea.

“Estar debajo del agua es como estar en el espacio, pero más bonito”,

Sofía Gómez Uribe

Diez metros

La vida de Sofía fue diferente a la del resto de sus compañeras. Mientras muchas iban al parque con amigas o a jugar con muñecas, ella corría a entrenar. Llegaba del colegio a su casa en Pereira, subía las escaleras tan rápido que hacía sonar la madera con cada pisada, entraba a su cuarto, se cambiaba, siempre que podía se ponía aquel traje azul que tanto le gustaba y que la hacía sentir campeona y tomaba la pequeña maleta que al ser abierta expedía el olor inconfundible de cloro y humedad.

Comienza el descenso, se asoma la oscuridad. Baja atada de su muñeca derecha a una cuerda de seguridad que tiene el largo establecido de la meta que quiere alcanzar: 86 metros. En su nariz lleva un tapón especializado que cierra las fosas nasales e impide la entrada de oxígeno al cuerpo. El agua fluye desde la parte superior de la cabeza, pasa por sus párpados, acaricia su rostro, fluye por el cuerpo y acaba en los pies.

Veinte metros

Entrenar para vivir compitiendo, para ser la mejor del mundo. De los siete días de la semana Sofía dedica cinco a entrenar. Un día la llamó el entrenador de Antioquia: “me gustaría entrenarte y que vengas a competir para nosotros”. Así la adoptó la ciudad de la eterna primavera, Medellín. Llegó con una maleta llena de sueños, esperando encontrar un equipo que la entrenará para ser excelente, pero se encontró con una fuerte corriente de agua que la obligó a hacer un alto en el camino.

El gran cabello castaño de Sofía se esconde bajo su traje de buceo o wetsuit azul rey, abajo del pecho el letrero en letras blancas de su patrocinador, un banco. El traje marca su cuerpo atlético, perfectamente trabajado y entrenado. Su gran sonrisa, descubre unos dientes tan relucientes como la luna llena. Bajo el agua, Sofía mantiene la boca cerrada, contrae su diafragma, controla la respiración y el oxígeno. Su abdomen se aplana tanto que parece vacío y las costillas resaltan. Bajo esa presión, todos sus músculos tratan de funcionar, pero ella los priva de oxígeno mientras desciende.

Treinta metros

Un día tu entrenador te hizo practicar otros deportes acuáticos. Te pidieron que realizarás tu mayor distancia aguantando la respiración dentro de la piscina, un deporte conocido como apnea. Allí te desplazaste 100 metros en tiempo récord y descubriste un deporte en cual te podías retar. Ese el que buscabas desde pequeña. Le insististe a tu entrenador que te ayudara a practicar apnea, él te respondió: “yo solo te enseño la apnea si tú sigues compitiendo para mí natación con aletas”.


Tus cejas se subieron, tu gesto cambió, tus ojos cafés se agrandaron, tus mejillas se tornaron rosadas. Tu respiración comenzó a ser cada vez más intensa, tu corazón latió más rápido. Sabías que era un reto, lo miraste fijamente a sus ojos y dijiste: “si no me vas a entrenar solo para practicar apnea, yo no pienso competir para Antioquia”. Así diste media vuelta, cogiste tu maleta llena de sueños y comenzaste a entrenar sola.

Cuarenta metros

Llegó a su vida el hombre que la dejó sin respiración: Jonathan Sunnex. El apneista neozelandés se sumergió en la vida de Sofía para robarle el corazón y entrenarla para ser récord mundial. Eran amigos cuando “me llamó un día y me dijo: por qué no vienes a entrenar en el mar ya que te va muy bien en la piscina. Yo solo quería llegar a lo más profundo y agarrar un poquito de arena”. Ese día bajó sus primeros 40 metros de profundidad. Desde entonces él sabe que “la constancia siempre a sido su mejor aliado”.

“Una vez graduada de ingeniería civil de la Universidad de Antioquia, nos llamó y nos dijo que se iba a Dominica, junto con Johnny, para entrenar de tiempo completo”, recordó su madre. En Dominica encontraron una bahía sin corrientes y donde el clima permite hacer apnea todo el año.

Allí encontró una nueva conexión con el agua y un método por ortodoxo para entrenarse: Sofía se sumerge con una piedra, muy pesada, agarrada de sus manos. La gravedad la conduce hasta el fondo, una vez toca el suelo marino da media vuelta y abrazando la piedra con sus brazos sube por sus propios medios hasta la superficie.

Sincronización: cuidar la mente y el cuerpo, bajar flotando, todavía con los pulmones llenos de aire. Despresurización: valsalva.

“Pongo mis dedos en la nariz y con fuerza liberó la presión en los oídos”, explica Sofía. Todos lo hacemos en el avión cuando tenemos los oídos taponados por la presión, ella lo hace en el mar. Esa única inhalación acaba de ser liberada.

“El efecto valsalva permite que se abra la boca de Eustaquio”, precisa Jairo Hildebrando Roa, jefe de Medicina Interna de la Fundación Santa Fe de Bogotá, y añade: “lo que permite disminuir la presión sobre el oído y evitar que se genere un barotrauma; un trauma que generado por altas presiones”. El cuerpo comienza a trabajar con bajos niveles de oxígeno, luego de liberar la última bocanada de aire, Sofía se deja caer como un pez muerto al fondo del océano. Sin mover las piernas, sin mover los brazos; el único movimiento está dentro de su cuerpo.

Cincuenta metros

“Soy paz, soy amor, soy tranquilidad, soy azul”.

Comienza la caída libre.

“Solo me relajó y me dejó caer a lo más profundo”. Mientras los segundos corren, Sofía recorre el sinfín de tonalidades azules que se encuentran en las profundidades del océano. No está sola, está compitiendo contra ella misma; luchando contra su mente. No hay que pensar en las ganas de respirar. Se está muy abajo. Su cuerpo lucha por vivir. La sangre oxigenada se concentra en el pulmón, corazón y cerebro.


Las extremidades reducen su capacidad de sangre oxigenada, sacrificándose para mantener con vida a los órganos más importantes. El cuerpo está luchando. Su corazón ya no está conectado al cerebro. Es extraordinaria. Si una persona se está ahogando, el cerebro envía la orden al corazón para que lata más rápido y, sin embargo, en la apnea ocurre todo lo contrario, la falta de oxígeno obliga al corazón a bajar el ritmo de sus latidos.

Sesenta metros


“Soy paz, soy amor, soy tranquilidad, soy azul”.


Llega el frío. El agua helada de la profundidad se cuela por el traje de neopreno azul rey que recubre el cuerpo. Se siente la presión sobre cada célula. Los pies parecen estar atados al agua. No se mueven. El cuerpo pequeño y liviano comienza a sentir la gravedad en la profundidad del océano. La fuerza única de la tierra atrae a la velocidad de la luz a lo más hondo de las aguas oscuras de ese mar en calma.


Solo se tiene un aliado: la inteligencia del cuerpo humano. El pulmón saca esa pequeña y última reserva de aire que todos tenemos cuando todo el oxígeno ya se ha ido. Sofía vive con su reserva. Si su aliado le falla no tiene el tiempo para subir y vivir. Es una competencia contrarreloj. Los pulmones guardan esa pequeña reserva para mantener viva a esa mujer de apariencia vulnerable, liviana. Con esa reserva debe completar el reto.

Ochenta metros

“Soy paz, soy amor, soy tranquilidad, soy azul”.

En los metros finales de la inmersión, mientras repite esa frase como si se tratara de un mantra, se dejan los ojos entreabiertos, apenas ve algo en aquella profundidad. Concentrada, practicando un ejercicio exacto utilizando la glotis y la epiglotis para generar el efecto valsalva. Equilibrando las presiones entre el oído y la cavidad oral, siempre pensando en su tranquilidad y en su cuerpo.


Libera así poco a poco la presión en los oídos, debe cuidar que no se le estallen. Los pulmones se comprimen como un puño. El ritmo cardiaco desciende de 80 a 20 latidos, la bradicardia, que es la disminución de latidos en un minuto, se produce debido a que la molécula energética del cuerpo ATP necesita oxígeno para ser producida. Pese a la ausencia, el corazón la ayuda a seguir viviendo: contrayéndose y relajándose una menor cantidad de veces. Sofía ha entrado “en un estado de comunión perfecta, de paz total”.

Ochenta y seis metros

“Soy paz, soy amor, soy tranquilidad, soy azul”.

Vibra el reloj en la muñeca de Sofía, ha llegado a los 86 metros de profundidad. Ahora hay que estirar el brazo y con fuerza tomar una cinta de velcro amarrada a la base de la cuerda para que sea testigo del récord. “Una vez en el plato yo sé que yo ya llegue a los 86 metros pero eso no quiere decir que haya alcanzado el récord”, explica la apneista y añade: “tengo que subir por mis propios medios: no me puedo desmayar y tengo que estar en mis cinco sentidos”. La verdadera carrera ha comenzado.

Setenta metros

Comienza el ascenso. Sentir el frío entrar por el traje, hacer cada vez y con más frecuencia la compensación en los oídos. Relajarse, controlar los malos pensamientos. Volver a utilizar las piernas, impulsarse hacia arriba.

Sesenta metros


“Me duelen las piernas, los brazos, necesito subir, necesito respirar”, pienso Sofía.

Cincuenta metros

Se cortó el pelo para donarlo. Su gran melena castaña y ondulada ya no está. Ha sido su contribución con la gente que lucha contra el cáncer y a la que las quimioterapias les arrebataron el cabello y las cejas; la única esperanza es vivir. “Es bonito poder regalar lo que a mí me sobra y darle ese poquito de pelo a tantas mujeres que hoy les hace falta”. Al salir del agua piensa en la gente, adentro es solo ella.

Cuarenta metros

Tolerancia al ácido láctico, ese dolor que se siente después de un día en el gimnasio incrementa con cada movimiento. Ese ardor muscular, esa tensión, la siente Sofía bajo el agua durante el ascenso, pero aún así debe mover sus piernas lo más fuerte y sincronizadas posible. Como un pez, ella no puede parar de nadar.

Treinta metros

En los últimos 30 metros es donde se pueden generar más accidentes. El cuerpo de Sofía comienza a manejar altos niveles de dióxido de carbono, el cerebro no identifica los niveles de oxígeno, identifica el nivel de CO2. Sin quererlo o queriéndolo, Sofía se estaba intoxicando con sus propios residuos.


El doctor Roa explica que “el CO2 es el principal inductor de la respiración, es decir, nuestro cerebro monitorea los niveles de dióxido de carbono para controlar la ventilación, cuando estos niveles aumentan significa que no estamos respirando lo suficiente, ahí es cuando el cerebro le manda impulsos a los pulmones para que aumenten la respiración por minuto”. Sofía se está contaminando, los pulmones hacen el intento de respirar, Sofía bloquea el flujo de aire.

La acompañan apneistas de seguridad. Está agotada, el riesgo es alto. En cualquier momento el cuerpo puede colapsar a pesar de que la mente esté clara y convencida del objetivo. Hay demasiados niveles de contaminación por CO2 y poco oxígeno. Pero si eso te pasa “es porque uno no se ha preparado lo suficiente”.

Veinte metros

Querer respirar y no poder. “Tengo que llegar a la superficie”. El cuerpo no sabe cuánto tiempo más va a resistir. Récord o no récord, Sofía ha comenzado a apagarse. Tres apneistas profesionales suben con ella los últimos metros para estar ahí en caso de emergencia. En cualquier momento el cuerpo se puede desconectar.

Diez metros

Mirar hacia arriba. Con los ojos entreabiertos, percibir al oleaje, ver la luz del sol chocar contra el cristal del agua. “Estoy a punto de salir”, suspira Sofía. “Lo voy a lograr”.

La superficie

“Si me preguntas que qué quiero ser el resto de mi vida te diría que quiero ser apneista hasta viejita y hasta que ya no lo pueda hacer más. Pero también tengo las cosas claras y si la vida me pone en el camino nuevos retos y nuevos sueños estoy dispuesta al cambio”, revela Sofía, sin esconder la alegría en sus ojos. La muerte es sin duda algo que atormenta a muchos, pero no a ella. El riesgo de morir está en todos lados, no en el agua. “No pienso en morirme bajo el agua. Pero el día que me muera sí me gustaría que usaran mis cenizas para hacer corales artificiales”.

Subiste. Llegaste a la superficie con el tanque totalmente vacío. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. ¡Respira! ¡Respira! ¡Respira! Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Levanta tu brazo, contrae tus dedos como un puño y con la poca fuerza que tienes pégale en la cabeza al juez.

La prueba ha terminado.

Tiempo final: 2 minutos y 27 segundos

 
 
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